miércoles, 15 de enero de 2014


La selección personal de los 50 cuentos que aparecen en esta antología forman parte de nueve libros publicados, algunos con dos o tres ediciones y relatos traducidos al inglés, francés y serbocroata, al igual que incluidos en colecciones del país o internacionales como la que hiciera la Universidad de la Sorbona en París. Surgen de Las primeras palabras (1972), Los lugares comunes (1982), La muchacha del violín (1986), El invisible país de los pigmeos (1996), El último sueño (2014), El día menos pensado (2007), Un cigarrillo al frente (2011) y El último vuelo (2011). Así mismo viene una muestra de dos libros inéditos titulados Las noches de la espera y Delta me hizo rico, que aparecerán próximamente. Vienen escogidos desde los creados en 1969 hasta 2014, es decir 45 años en el oficio de escribirlos. Hubiesen podido ser más, pero las limitaciones de edición no me lo han permitido. El día en que alguien se atreva a cumplir con la tarea de publicarlos completos pasarían del centenar. He sido esencialmente un cuentista. Me siento cómodo con el género y nunca lo abandono como parte esencial de mi trabajo y con el que inicié esperanzado mi vida literaria en la que he obtenido no pocos premios nacionales.

De entonces a hoy, en este 2014, no menos de 40 libros cuentan con una muestra de mi trabajo narrativo. Para mi alegría, no pocos han sido los criterios generosos alrededor de mi trabajo cuentístico que me alientan y enorgullecen. Uno de ellos fue el de  Gabriel García Márquez cuando escribe que “Carlos Orlando Pardo es el campeón de las doce líneas”, el premio obtenido con su puño y letra en la primera página de una de las ediciones de Cien años de soledad, precisamente al haber ganado el Primer Premio Nacional de Minicuento organizado por Daniel Samper Pizano en el diario El Tiempo en 1978 y donde participaron casi mil intenciones. El famoso periodista y autor de novelas afirmó en Lecturas Dominicales de este mismo diario, que “El autor es una espléndida revelación microcuentística”.



martes, 14 de enero de 2014

Seis de mis libros en Feria Internacional

Cinco son las novelas que Pijao Editores me incluye en su colección Maestros contemporáneos, la que será presentada en la próxima Feria Internacional del Libro en Bogotá. Se trata de Lolita Golondrinas que va por su sexta edición, El beso del francés en su segunda, Verónica resucitada, igualmente con dos ediciones y en un solo volumen Cartas sobre la mesa y La puerta abierta, dos breves historias de amor, con tres y dos ediciones respectivamente, cerrando la serie una antología personal de Cuentos. Cada libro contiene como palabras iniciales una confesión de parte alrededor de las intimidades sobre  la obra, las que iremos publicando aquí.

lunes, 13 de enero de 2014

Intimidades sobre La puerta abierta

Carátula de La puerta abierta y Cartas sobre la mesa, dos breves novelas de amor



Lejos de escribir una historia como esta si no fuera por la casualidad. Apareció la propuesta una noche de bohemia y trabajo en el apartamento de mi hermano Jorge Eliécer en Bogotá. Estaban amigos entrañables como Rodrigo Parra, Benhur Sánchez e Ignacio Ramírez, quien nos hizo de pronto la extraña sugerencia. Le habían encargado contratar a unos narradores colombianos para escribir historias breves sobre mujeres que establecieron amores por correspondencia y tuvieron final feliz gracias a una agencia matrimonial. Nos pareció insólito y divertido porque no escribíamos por compromiso sino por gusto y sobre lo que nos diera la gana, pero lo que insinuaba surgía como un desafío sorprendente y nosotros amábamos los retos. Lo tomamos al estilo de una broma y cuando al final de la noche dijimos que sí, que por qué no, fue radical en señalar que harían diez mil ejemplares de cada libro y circularían profusamente en Venezuela donde funcionaba el establecimiento para estimular matrimonios. Luego contó que teníamos un plazo perentorio de seis semanas, debía tener la novela entre 80 y 100 páginas máximo, nos refirió el contrato y la suma por los derechos no era nada despreciable.

¿Escribir una novela en seis semanas? Se nos hacía irresponsable, pero surgieron en la conversación demasiados ejemplos de escritores que lo lograron como el de Fedor Dostoievski con El jugador. ¿Podríamos poner un seudónimo? La respuesta fue no. Sin embargo el inolvidable Ignacio Ramírez tenía reservada la carta final. Con el compromiso del sí sobre la mesa tras haber nadado en las copas de vino, sacó dos páginas que tenía en el bolsillo de la chaqueta con el resumen de 10 romances para que escogiéramos uno y no podrían ser otros. Como si nos hubiéramos puesto por mano propia el revólver sobre la sien, nos dimos a la tarea de leerlas y cada uno seleccionó su bala sin que por fortuna coincidiéramos. Arrancamos la parte de la hoja donde estaba la tarea, la guardamos en donde cada uno pudo o quiso y con la sensación de ir a trabajar de una vez, sólo un brindis más hubo en la noche. En la cálida despedida miró el calendario y los días empezarían a ser descontados desde la mañana siguiente.

La historia tenía tres o cinco renglones máximo y debíamos imaginarnos el resto de la trama con esa sinopsis. Recordé un ejercicio propuesto por Roberto Ruiz años atrás cuando coincidíamos en las mismas películas en el cine arte de Ibagué fundado por él junto a la maravillosa Olga Galeano, su esposa. Se trataba de escribir un cuento con las impresiones sobre el filme y lo que pudiera pasar alrededor o en nuestra mente. Siendo el mismo espacio y el mismo tema no coincidiríamos porque cada quien tendría una manera de examinar la experiencia. Nunca lo cumplimos sino en la conversación, pero hubiese sido interesante.

Lo que ocurrió después entre el oficio, lo sucedido en detalle con cada uno de nosotros y lo que vino en el proceso, fue motivo de risas y recuerdos amables en interminables tertulias que aún recordamos con cariño. Al final y transcurridas apenas cuatro semanas, todos teníamos la novela. Afortunada o desafortunadamente la señora de la agencia en Venezuela falleció de pronto y el viaje terminó siendo inútil en apariencia porque no nos sentimos los miserables que iríamos a demandar cuando nadie tenía la culpa. Cada quien guardó sus manuscritos y alguna vez, pasados los años, sólo Benhur Sánchez y yo los conservamos. Él la amplió y la pulió publicando finalmente una bella y entretenida novela titulada Victoria en España. Yo la dejé al garete y tiempo después decidí sacarla de la gaveta del escritorio para hacer lo mismo, pero sin hacerle una edición individual sino confundida en mi Obra selecta 1972-1997, publicada ese año.   

Hugo Ruiz señala en el prólogo a este libro, que “en La puerta abierta, novela que se publica ahora por primera vez en este compendio, vuelve Pardo a jugar con un humor del corte esgrimido en Lolita Golondrinas. Pero si en Lolita Golondrinas triunfaba el aislamiento y el dolor, aquí recorremos el tránsito de una solterona en ciernes hacia la consumación de su felicidad matrimonial. No es una derrotada como Lolita sino alguien que, en una situación límite, busca una salida y la encuentra en un matrimonio por correspondencia que, curiosamente, está teñido de verdadero amor al final por el poder de los mensajes cruzados, es decir, por el anhelo amoroso de dos soledades que ven llegado el fin de sus posibilidades y acuden a un expediente de solitarios como es la correspondencia amorosa y los retratos trocados.  Pero la historia, trivial también en el fondo, sirve para dibujar de mano firme un personaje: Paula, la solterona salvada en un feliz y ambiguo final que a costa de superar muchas dudas y vacilaciones enraizadas en su formación hogareña logra escapar del cerco familiar tendido en torno a ella y afrontar sin concesiones la realización de su propia vida. Historia que se ve realzada jovialmente por los oportunos destellos de un humor que al disminuir el dramatismo algo banal que le es inherente, como igualmente ocurre en Lolita Golondrinas, lo enaltece sin aspavientos y lo dota de esa fuerza vivificante presente en los mejores espíritus -y un alto espíritu llega a ser Paula en la transformación que en ella se opera- para entregarnos una obra ejemplarizante en el sentido de que propone un modelo y una actitud nada usuales. Las dos novelas son la narración de una evolución íntima y las actitudes que ambas mujeres llegan a asumir al final de las obras dan cuenta de una toma de conciencia y una rebelión que aleja la alienación y afirma la personalidad para intentar disfrutar de lo único conque realmente y por tramposa que en ocasiones pueda llegar a ser es también lo único conque se cuenta: la vida y sus posibilidades gratificantes por encima de todo convencionalismo represivo”.

No estábamos en los tiempos de hoy con las bendiciones de la tecnología donde abundan sitios web, blogs, páginas de avisos especializados y la posibilidad del skipe, el chat, las llamadas económicas, en fin, el paquete que ofrece la vida cotidiana. Todo entonces tenía la lentitud de las señales de humo y las largas esperas, convirtiéndose en muy extraño que alguien se atreviera a conocerse, enamorarse y hasta llegar al matrimonio, pero no faltaban los ejemplos en las conversaciones. Me ayudaron algunas experiencias compartidas con amigas cercanas. A una de ellas la acompañaba al apartado aéreo dos días a la semana para retirarnos impacientes y curiosos con su paquete de ofertas románticas a una cafetería. Allí leíamos oferencias de hombres generalmente mayores y solos que deseaban compartir el resto de su vida con alguien sobre quien indicaban las condiciones y pedían características específicas. Además de la fotografía del candidato describían el lugar del país donde habitaban, si eran divorciados o viudos, si tenían o no hijos, si aún eran eficaces o no con el sexo, si les gustaba viajar, escuchar música clásica o folclórica, si eran amantes del cine o la televisión y cuál era o había sido su profesión. Se me hacía dramático pero al mismo tiempo divertido. Pasados los meses la amiga se casó con un alemán semejante a un actor de cine, solvente y con la profesión de ingeniero y tras mis estímulos viajó a Cartagena a conocerlo puesto que era el lugar romántico para que llegara. Hoy tiene hijas hermosas y creo que algunos nietos y cuando viene a Colombia para visitar su familia, no olvida el espacio para encontrarnos y celebrar como entonces, tras haber descartado no pocos pretendientes.

Conozco varios casos pero no me atrevo a describirlos por ahora para evitar el aburrimiento del leyente. De otra parte conocí la experiencia de amigas o allegadas que dedicaron su vida a atender a su familia y se olvidaron de sí mismas hasta que llegó la hora feliz de tropezar con agencias y recibir postulaciones, rematando con el beso de las películas antes de la palabra fin. El resultado es esta noveleta que bajo el título de La puerta abierta presento hoy complacido a mis lectores en su segunda edición.


los nuevos libros de Pijao Editores

Para la próxima Feria Internacional del Libro en Bogotá, Pijao Editores prepara la colección Maestros Contemporáneos donde se encuentra el reconocido escritor Héctor Sánchez, de quien se editan cinco obras de lujo, cuatro novelas y una antología personal de cuentos. Entre sus novelas aparece como novedad, Episodios de la vida ligera. Cada volumen cuenta con una introducción de su autor explicando el origen del libro. Aquí la revelamos como primicia.

Introducción a Episodios de la vida ligera     

Todos los tiempos pretenden ser  contados por sus cronistas, sus poetas, sus  demiurgos de inspiración  narrativa. Podríamos tomar la vieja sentencia de inspiración unamuniana, según la cual los pueblos no son como fueron sino como los recordamos. Es lo que he hecho con mis primeros libros, sobre todo y, lo que ha sobrevenido con los posteriores, con signos menos visibles que, he llevado irrevocablemente hacia los escenarios posibles de lo imaginario. Es inevitable exorcizar lo que guarda nuestra memoria y, tanto más cuanto lo acumulado en nuestros recuerdos, son los alrededores de un país llamado Colombia, tan distante del vergel y los prados de nuestros sueños primarios. Resulta explicable así, la sindicación, la protesta, la denuncia de tantos libros perdidos en la hojarasca de las buenas intenciones. Soy un desplazado voluntario que abandonó su tierra para abrirme expectativas mínimas en Bogotá. Con frío y sin dinero, buscando en los hoteles cercanos a San Victorino, un lecho para pasar la noche y la esperanza de poderlo hacer al día siguiente. Cambiando el lacónico pan de cada día, por los guineos maduros adquiridos en cualquier tienda, un vaso de agua para diluirlos y la perturbación de los sueños recogidos durante la noche en el cuerpo de las  pesadillas.                                                     

 Es la imposible historia de un momento que se asume sin dolor, sin reprobaciones hacia nadie con nombre propio y, sin justificar nada de lo que buscaba en el porvenir. Había adelantado cursos de teatro, había leído ya una buena carga de libros durante  mis estudios secundarios, había soñado con subirme en uno globo de los que fabricaba Julio Verne o, tomar ese tren que encontré alguna vez en las novelas del norteamericano Jack London, para hacer uso de un don que está por encima de todos los demás: la libertad individual que, es la única y verdadera, cuando se tiene un cuerpo sismoresistente. No quería parecerme a la indolencia de quienes me mal enseñaron. De todos los que cumplieron esa tarea desde los espolines de mi existencia. Cuando llegó la hora de entender la deslumbrante hondura ensayística  de Albert Camus, redoblé el esfuerzo para despertar en mí, su espíritu universal, su pasión desatada en cada uno de sus páginas, la conciencia beligerante de una rebeldía constructiva. La verdad de que todo lo que tenemos es el ideal perpetuo de construir un lugar que podamos habitar, sin ir a buscar otro que pueda avergonzarnos.                              

El lugar donde nacemos es el peor accidente de nuestras vidas, inmodificable como el vientre que nos trajo al mundo. Pero ese hecho cumplido pesa menos que el fácil prejuicio de negarle a Rubén Darío, el poeta nicaragüense,  su grandeza por ser indio y haber nacido en Metapa, una aldea de las tantas que existen en su país. No deja de ser una fatalidad, cuando hay más allá otros lugares, otras patrias, otra gente que no piensa igual, otras manos generosas que se tienden a nosotros mirándonos a los ojos. Todo ser humano tiene unas alas, al principio de escasa envergadura, pero si uno lo desea, solamente lo desea, esas alas se harán anchas y, entonces volaremos como los cóndores, libres, autónomos y menos frágiles que antes. He llevado mi vida por distintos países, más de veinte y, he vivido largas temporadas en algunos de ellos. Desaprendí con paciencia casi todo lo que cargaba rampante, con paso de sordo y vanidoso. Y en ese paciente proceso escribí libros que alcanzan, otra vez, un poco más de veinte. ¿Cómo lo he hecho si mi vida laboral y existencial ha sido siempre escribir? Mi amigo y editor independiente de los últimos tiempos, también escritor, Carlos Orlando Pardo, afirma que persisto y vivo de puro terco. Es verdad, pero también lo es que gracias a mi honroso amasijo con la literatura no renuncié a hacer algo útil con mi vida. Hay quien afirma que leer novelas de buena  factura es una tarea inútil, convencido, tal vez, de que, en cambio,  su pobre vida sin atributos y condenado al mismo plato de sopa cotidiana que todos consumimos, si lo es. No lo discuto porque a eso también llamamos felicidad.                                                    

A mi regreso a Itaca, surgió en mí la idea de componer con mis letras un óleo de los tiempos heroicos en que  devoré todo el cine que pude, especialmente el proyectado en el Coliseo, proximidades de la plaza de toros Santa María. El gran recuerdo de los amigos de entonces que, compartieron la bohemia estetizante, a lo ancho de polémicas que empezaban a alguna hora de la noche y, no se sabía en qué fecha terminarían, el sabor a cobre que dejaban las ausencias de mujeres fugaces que nunca regresaron y, de otras que volvieron con la buena noticia de sus corazones insatisfechos y que, nuevamente volvieron a partir. El eterno retorno y siempre la confirmación de que seguimos siendo criaturas en las poderosas manos de nuestros propios desafueros, de la absurda vocación por el desastre que, a su vez, activa la aflicción y alegría de la creación literaria. La irresponsable festividad de no llegar a parte alguna, como no sea a construir con todo aquellos elementos una obra de arte. Lo afirmo porque es muy fácil, como ocurrió al insondable escritor francés Jean Genet, alcanzar  a la santidad a través  del  pecado. En  la materia espuria y cenagosa que hallamos en las riveras de ciertas torrenteras, brotan  las flores más hermosas de su género.                                                                    

Ya he dicho que los lugares reclaman su historia, pero también el ser que lo habita quiere participar de ello y este libro, Episodios de la vida ligera, es un esforzado intento por conseguirlo. He guardado siempre en mi memoria el inmenso antecedente de París era una fiesta, novela del norteamericano Ernest Hemingway  y aquella  delicada conclusión de sus páginas, “eran  los tiempos en que fuimos pobres y felices”.  No recuerdo la fecha en que inicié la  redacción de esta novela, pero desde entonces pasaron los años y, mientras tanto murieron muchos de sus accidentales protagonistas. Entre ellos un gran amigo de aquellos días, Hugo Ruiz que aprendió todo para ser un gran escritor y, lo perdió todo por amar demasiado la vida y, obsecuente con ello, agotarla valientemente, sin restarle nada al universo de sus lecturas, y a su temperamento de escritor inconcluso. Este es el resultado de aguardar mucho para alcanzar la publicación de este libro de otro tiempo que, me parece insoportable mejor que los años sobrevinientes,  escasos de pasión genuina por los sueños y los ideales.