Carátula de La puerta abierta y Cartas sobre la mesa, dos breves novelas de amor |
Lejos
de escribir una historia como esta si no fuera por la casualidad. Apareció la
propuesta una noche de bohemia y trabajo en el apartamento de mi hermano Jorge
Eliécer en Bogotá. Estaban amigos entrañables como Rodrigo Parra, Benhur
Sánchez e Ignacio Ramírez, quien nos hizo de pronto la extraña sugerencia. Le
habían encargado contratar a unos narradores colombianos para escribir
historias breves sobre mujeres que establecieron amores por correspondencia y
tuvieron final feliz gracias a una agencia matrimonial. Nos pareció insólito y
divertido porque no escribíamos por compromiso sino por gusto y sobre lo que
nos diera la gana, pero lo que insinuaba surgía como un desafío sorprendente y
nosotros amábamos los retos. Lo tomamos al estilo de una broma y cuando al
final de la noche dijimos que sí, que por qué no, fue radical en señalar que
harían diez mil ejemplares de cada libro y circularían profusamente en
Venezuela donde funcionaba el establecimiento para estimular matrimonios. Luego
contó que teníamos un plazo perentorio de seis semanas, debía tener la novela
entre 80 y 100 páginas máximo, nos refirió el contrato y la suma por los
derechos no era nada despreciable.
¿Escribir
una novela en seis semanas? Se nos hacía irresponsable, pero surgieron en la
conversación demasiados ejemplos de escritores que lo lograron como el de Fedor
Dostoievski con El jugador. ¿Podríamos poner un seudónimo? La respuesta fue no.
Sin embargo el inolvidable Ignacio Ramírez tenía reservada la carta final. Con
el compromiso del sí sobre la mesa tras haber nadado en las copas de vino, sacó
dos páginas que tenía en el bolsillo de la chaqueta con el resumen de 10 romances
para que escogiéramos uno y no podrían ser otros. Como si nos hubiéramos puesto
por mano propia el revólver sobre la sien, nos dimos a la tarea de leerlas y
cada uno seleccionó su bala sin que por fortuna coincidiéramos. Arrancamos la
parte de la hoja donde estaba la tarea, la guardamos en donde cada uno pudo o
quiso y con la sensación de ir a trabajar de una vez, sólo un brindis más hubo
en la noche. En la cálida despedida miró el calendario y los días empezarían a
ser descontados desde la mañana siguiente.
La
historia tenía tres o cinco renglones máximo y debíamos imaginarnos el resto de
la trama con esa sinopsis. Recordé un ejercicio propuesto por Roberto Ruiz años
atrás cuando coincidíamos en las mismas películas en el cine arte de Ibagué fundado
por él junto a la maravillosa Olga Galeano, su esposa. Se trataba de escribir
un cuento con las impresiones sobre el filme y lo que pudiera pasar alrededor o
en nuestra mente. Siendo el mismo espacio y el mismo tema no coincidiríamos
porque cada quien tendría una manera de examinar la experiencia. Nunca lo
cumplimos sino en la conversación, pero hubiese sido interesante.
Lo
que ocurrió después entre el oficio, lo sucedido en detalle con cada uno de
nosotros y lo que vino en el proceso, fue motivo de risas y recuerdos amables
en interminables tertulias que aún recordamos con cariño. Al final y
transcurridas apenas cuatro semanas, todos teníamos la novela. Afortunada o
desafortunadamente la señora de la agencia en Venezuela falleció de pronto y el
viaje terminó siendo inútil en apariencia porque no nos sentimos los miserables
que iríamos a demandar cuando nadie tenía la culpa. Cada quien guardó sus
manuscritos y alguna vez, pasados los años, sólo Benhur Sánchez y yo los
conservamos. Él la amplió y la pulió publicando finalmente una bella y
entretenida novela titulada Victoria en España. Yo la dejé al garete y tiempo
después decidí sacarla de la gaveta del escritorio para hacer lo mismo, pero
sin hacerle una edición individual sino confundida en mi Obra selecta
1972-1997, publicada ese año.
Hugo Ruiz señala en el prólogo a este
libro, que “en La puerta abierta,
novela que se publica ahora por primera vez en este compendio, vuelve Pardo a
jugar con un humor del corte esgrimido en Lolita
Golondrinas. Pero si en Lolita Golondrinas triunfaba el aislamiento y el
dolor, aquí recorremos el tránsito de una solterona en ciernes hacia la
consumación de su felicidad matrimonial. No es una derrotada como Lolita sino
alguien que, en una situación límite, busca una salida y la encuentra en un
matrimonio por correspondencia que, curiosamente, está teñido de verdadero amor
al final por el poder de los mensajes cruzados, es decir, por el anhelo amoroso
de dos soledades que ven llegado el fin de sus posibilidades y acuden a un
expediente de solitarios como es la correspondencia amorosa y los retratos
trocados. Pero la historia, trivial
también en el fondo, sirve para dibujar de mano firme un personaje: Paula, la
solterona salvada en un feliz y ambiguo final que a costa de superar muchas
dudas y vacilaciones enraizadas en su formación hogareña logra escapar del
cerco familiar tendido en torno a ella y afrontar sin concesiones la realización
de su propia vida. Historia que se ve realzada jovialmente por los oportunos
destellos de un humor que al disminuir el dramatismo algo banal que le es
inherente, como igualmente ocurre en Lolita Golondrinas, lo enaltece sin
aspavientos y lo dota de esa fuerza vivificante presente en los mejores
espíritus -y un alto espíritu llega a ser Paula en la transformación que en
ella se opera- para entregarnos una obra ejemplarizante en el sentido de que
propone un modelo y una actitud nada usuales. Las dos novelas son la narración
de una evolución íntima y las actitudes que ambas mujeres llegan a asumir al
final de las obras dan cuenta de una toma de conciencia y una rebelión que
aleja la alienación y afirma la personalidad para intentar disfrutar de lo
único conque realmente y por tramposa que en ocasiones pueda llegar a ser es
también lo único conque se cuenta: la vida y sus posibilidades gratificantes
por encima de todo convencionalismo represivo”.
No
estábamos en los tiempos de hoy con las bendiciones de la tecnología donde
abundan sitios web, blogs, páginas de avisos especializados y la posibilidad
del skipe, el chat, las llamadas económicas, en fin, el paquete que ofrece la
vida cotidiana. Todo entonces tenía la lentitud de las señales de humo y las
largas esperas, convirtiéndose en muy extraño que alguien se atreviera a
conocerse, enamorarse y hasta llegar al matrimonio, pero no faltaban los ejemplos
en las conversaciones. Me ayudaron algunas experiencias compartidas con amigas
cercanas. A una de ellas la acompañaba al apartado aéreo dos días a la semana
para retirarnos impacientes y curiosos con su paquete de ofertas románticas a
una cafetería. Allí leíamos oferencias de hombres generalmente mayores y solos
que deseaban compartir el resto de su vida con alguien sobre quien indicaban
las condiciones y pedían características específicas. Además de la fotografía
del candidato describían el lugar del país donde habitaban, si eran divorciados
o viudos, si tenían o no hijos, si aún eran eficaces o no con el sexo, si les
gustaba viajar, escuchar música clásica o folclórica, si eran amantes del cine
o la televisión y cuál era o había sido su profesión. Se me hacía dramático
pero al mismo tiempo divertido. Pasados los meses la amiga se casó con un
alemán semejante a un actor de cine, solvente y con la profesión de ingeniero y
tras mis estímulos viajó a Cartagena a conocerlo puesto que era el lugar romántico
para que llegara. Hoy tiene hijas hermosas y creo que algunos nietos y cuando
viene a Colombia para visitar su familia, no olvida el espacio para
encontrarnos y celebrar como entonces, tras haber descartado no pocos
pretendientes.
Conozco
varios casos pero no me atrevo a describirlos por ahora para evitar el
aburrimiento del leyente. De otra parte conocí la experiencia de amigas o
allegadas que dedicaron su vida a atender a su familia y se olvidaron de sí
mismas hasta que llegó la hora feliz de tropezar con agencias y recibir
postulaciones, rematando con el beso de las películas antes de la palabra fin. El
resultado es esta noveleta que bajo el título de La puerta abierta presento hoy complacido a mis lectores en su
segunda edición.
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