lunes, 13 de enero de 2014

los nuevos libros de Pijao Editores

Para la próxima Feria Internacional del Libro en Bogotá, Pijao Editores prepara la colección Maestros Contemporáneos donde se encuentra el reconocido escritor Héctor Sánchez, de quien se editan cinco obras de lujo, cuatro novelas y una antología personal de cuentos. Entre sus novelas aparece como novedad, Episodios de la vida ligera. Cada volumen cuenta con una introducción de su autor explicando el origen del libro. Aquí la revelamos como primicia.

Introducción a Episodios de la vida ligera     

Todos los tiempos pretenden ser  contados por sus cronistas, sus poetas, sus  demiurgos de inspiración  narrativa. Podríamos tomar la vieja sentencia de inspiración unamuniana, según la cual los pueblos no son como fueron sino como los recordamos. Es lo que he hecho con mis primeros libros, sobre todo y, lo que ha sobrevenido con los posteriores, con signos menos visibles que, he llevado irrevocablemente hacia los escenarios posibles de lo imaginario. Es inevitable exorcizar lo que guarda nuestra memoria y, tanto más cuanto lo acumulado en nuestros recuerdos, son los alrededores de un país llamado Colombia, tan distante del vergel y los prados de nuestros sueños primarios. Resulta explicable así, la sindicación, la protesta, la denuncia de tantos libros perdidos en la hojarasca de las buenas intenciones. Soy un desplazado voluntario que abandonó su tierra para abrirme expectativas mínimas en Bogotá. Con frío y sin dinero, buscando en los hoteles cercanos a San Victorino, un lecho para pasar la noche y la esperanza de poderlo hacer al día siguiente. Cambiando el lacónico pan de cada día, por los guineos maduros adquiridos en cualquier tienda, un vaso de agua para diluirlos y la perturbación de los sueños recogidos durante la noche en el cuerpo de las  pesadillas.                                                     

 Es la imposible historia de un momento que se asume sin dolor, sin reprobaciones hacia nadie con nombre propio y, sin justificar nada de lo que buscaba en el porvenir. Había adelantado cursos de teatro, había leído ya una buena carga de libros durante  mis estudios secundarios, había soñado con subirme en uno globo de los que fabricaba Julio Verne o, tomar ese tren que encontré alguna vez en las novelas del norteamericano Jack London, para hacer uso de un don que está por encima de todos los demás: la libertad individual que, es la única y verdadera, cuando se tiene un cuerpo sismoresistente. No quería parecerme a la indolencia de quienes me mal enseñaron. De todos los que cumplieron esa tarea desde los espolines de mi existencia. Cuando llegó la hora de entender la deslumbrante hondura ensayística  de Albert Camus, redoblé el esfuerzo para despertar en mí, su espíritu universal, su pasión desatada en cada uno de sus páginas, la conciencia beligerante de una rebeldía constructiva. La verdad de que todo lo que tenemos es el ideal perpetuo de construir un lugar que podamos habitar, sin ir a buscar otro que pueda avergonzarnos.                              

El lugar donde nacemos es el peor accidente de nuestras vidas, inmodificable como el vientre que nos trajo al mundo. Pero ese hecho cumplido pesa menos que el fácil prejuicio de negarle a Rubén Darío, el poeta nicaragüense,  su grandeza por ser indio y haber nacido en Metapa, una aldea de las tantas que existen en su país. No deja de ser una fatalidad, cuando hay más allá otros lugares, otras patrias, otra gente que no piensa igual, otras manos generosas que se tienden a nosotros mirándonos a los ojos. Todo ser humano tiene unas alas, al principio de escasa envergadura, pero si uno lo desea, solamente lo desea, esas alas se harán anchas y, entonces volaremos como los cóndores, libres, autónomos y menos frágiles que antes. He llevado mi vida por distintos países, más de veinte y, he vivido largas temporadas en algunos de ellos. Desaprendí con paciencia casi todo lo que cargaba rampante, con paso de sordo y vanidoso. Y en ese paciente proceso escribí libros que alcanzan, otra vez, un poco más de veinte. ¿Cómo lo he hecho si mi vida laboral y existencial ha sido siempre escribir? Mi amigo y editor independiente de los últimos tiempos, también escritor, Carlos Orlando Pardo, afirma que persisto y vivo de puro terco. Es verdad, pero también lo es que gracias a mi honroso amasijo con la literatura no renuncié a hacer algo útil con mi vida. Hay quien afirma que leer novelas de buena  factura es una tarea inútil, convencido, tal vez, de que, en cambio,  su pobre vida sin atributos y condenado al mismo plato de sopa cotidiana que todos consumimos, si lo es. No lo discuto porque a eso también llamamos felicidad.                                                    

A mi regreso a Itaca, surgió en mí la idea de componer con mis letras un óleo de los tiempos heroicos en que  devoré todo el cine que pude, especialmente el proyectado en el Coliseo, proximidades de la plaza de toros Santa María. El gran recuerdo de los amigos de entonces que, compartieron la bohemia estetizante, a lo ancho de polémicas que empezaban a alguna hora de la noche y, no se sabía en qué fecha terminarían, el sabor a cobre que dejaban las ausencias de mujeres fugaces que nunca regresaron y, de otras que volvieron con la buena noticia de sus corazones insatisfechos y que, nuevamente volvieron a partir. El eterno retorno y siempre la confirmación de que seguimos siendo criaturas en las poderosas manos de nuestros propios desafueros, de la absurda vocación por el desastre que, a su vez, activa la aflicción y alegría de la creación literaria. La irresponsable festividad de no llegar a parte alguna, como no sea a construir con todo aquellos elementos una obra de arte. Lo afirmo porque es muy fácil, como ocurrió al insondable escritor francés Jean Genet, alcanzar  a la santidad a través  del  pecado. En  la materia espuria y cenagosa que hallamos en las riveras de ciertas torrenteras, brotan  las flores más hermosas de su género.                                                                    

Ya he dicho que los lugares reclaman su historia, pero también el ser que lo habita quiere participar de ello y este libro, Episodios de la vida ligera, es un esforzado intento por conseguirlo. He guardado siempre en mi memoria el inmenso antecedente de París era una fiesta, novela del norteamericano Ernest Hemingway  y aquella  delicada conclusión de sus páginas, “eran  los tiempos en que fuimos pobres y felices”.  No recuerdo la fecha en que inicié la  redacción de esta novela, pero desde entonces pasaron los años y, mientras tanto murieron muchos de sus accidentales protagonistas. Entre ellos un gran amigo de aquellos días, Hugo Ruiz que aprendió todo para ser un gran escritor y, lo perdió todo por amar demasiado la vida y, obsecuente con ello, agotarla valientemente, sin restarle nada al universo de sus lecturas, y a su temperamento de escritor inconcluso. Este es el resultado de aguardar mucho para alcanzar la publicación de este libro de otro tiempo que, me parece insoportable mejor que los años sobrevinientes,  escasos de pasión genuina por los sueños y los ideales.








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